I.
Tenía 18 años la primera vez que me encerraron en el psiquiátrico. La policía me encontró caminando por los rieles del metro de la ciudad de Nueva York y estaba convencido de que el mundo estaba a punto de terminar y que me estaban pasando en vivo, en hora peak, por todos los canales de TV. Luego de haber caminado tres estaciones, los policías forcejearon conmigo hasta tirarme al suelo, me arrestaron y me llevaron a una cárcel subterránea, y luego a la sala de emergencias del hospital psiquiátrico de Bellevue en donde me amarraron a una cama. Una vez que lograron encontrar a mi aterrorizada madre, ella firmó unos papeles; una enfermera me inyectó unos antipsicóticos fuertísimos y desperté dos semanas después en la “Sala Tranquila” de un hospital psiquiátrico público, en el norte del estado de Nueva York. Pasé los siguientes dos meses y medio de mi vida allí, otros varios meses en un programa privado y extraño de “modificación de comportamiento”, una especie de casa de acogida en la que me puso mi mamá, y los próximos años de mi vida intentando descifrar cómo armar mi vida de tal forma que esa mierda no me volviera a suceder.
Antes del choque dramático en Nueva York, todo aquél año que me fui a la universidad y estuve viviendo en el otro lado del país, en Portland Oregón, perdí contacto con la mayoría de mis viejos amigos y básicamente pasé el año escolar estudiando en la biblioteca, inmerso en libros académicos e ignorando el mundo exterior. En algún momento, en primavera, cuando era época de exámenes finales, me enfermé y fui a la clínica de la universidad. La versión corta de la historia es que la enfermera me dio una receta para penicilina y tuve una reacción alérgica y casi muero. Para contrarrestar los efectos de la penicilina, el hospital me dio un esteroide durísimo llamado Prednisona que mandó a la mierda mi ciclo del sueño y junto con el poco de mezcalina y mucha hierba y café que estuve tomando ese año, me fui al abismo.
Parecía inocente al principio, incluso un poco extraño. De alguna manera logré tener una cantidad infinita de energía –andaba muy rápido en mi bicicleta a todas partes y hacía un montón de abdominales y lagartijas luego de haber dormido mal y por dos horas. Rápidamente me deslicé a un estado perpetuamente maniaco y al llegar el verano, tuve la idea de comenzar una cooperativa de alimentos en la universidad que de alguna manera creció hasta transformarse en este plan grandioso para desestabilizar la economía de Estados Unidos al imprimir nuestra propia moneda! Sin embargo, esto era sólo la punta del iceberg. Parecía que tenía una nueva idea cada dos horas y todas involucraban el conectar a distintas personas y proyectos los unos con otros; de hecho, logré convencer a algunas personas a mi alrededor de que mis ideas eran realmente buenas. Comenzamos a almacenar comida, distribuimos panfletos por la ciudad y comenzamos a construir nuestro pequeño imperio.
Luego las cosas se tornaron incluso más locas. Comencé a pensar que la radio me hablaba a mí y que veía todos estos significados intensos en letreros del centro y en las autopistas —significados que nadie más veía. Estaba convencido de que había mensajes subliminales en todas partes intentando decirle a un pequeño grupo de personas que el mundo iba a pasar por cambios drásticos y que necesitábamos prepararnos. Ese año en la universidad, había estado estudiando antro-lingüística y estaba totalmente fascinado por el lenguaje y cómo las palabras que usamos dan forma a nuestra percepción de la realidad. Comencé a atribuirle mucho significado a todo. La gente me hablaba y estaba convencido de que había todo este otro idioma debajo de lo que creíamos que estábamos diciendo, y que todos lo usaban sin siquiera darse cuenta. Parecía un gran programa de computador que alguien había escrito o un acertijo antiguo o simplemente algún tipo de broma cósmica. Siempre parecía que la gente me decía una cosa pero que realmente estaban diciendo lo opuesto a la vez. Era muy confuso.
Sea lo que sea que haya estado sucediendo, era obvio que yo era el único quien lo veía porque nadie sabía de qué diablos estaba hablando! Intentaba explicarlo pero nadie parecía comprenderme. En algún punto pasó que ni siquiera podía terminar una oración sin comenzar otra porque todo era más urgente que la mierda. Había tanto que decir que ni siquiera podía sacar las palabras sin que salieran más cosas que necesitaban ser dichas de mi boca.
Una de las cosas que hizo que la situación fuera tan complicada e inevitablemente tan trágica, era que nadie realmente me conocía lo suficientemente bien como para saber que me había ido a la mierda y que estaba a punto de caer realmente fuerte. En 1992, Portland no era la cuidad ‘cool’ y anarquista que es hoy. La gente que me rodeaba decía: “Oh, ese es Sascha, el tipo que está haciendo lo de la cooperativa de alimentos. Está un poco loco, nada más”. Nadie parecía poder ver las señales de que estaba teniendo una crisis psicótica y si las veían, estaban demasiado asustados para acercarse a mí por miedo a que los mordiera o algo.
Por suerte hice un viaje que pensé sería corto a Berkeley y mis viejos amigos se dieron cuenta inmediatamente de que algo estaba definitivamente mal. Llamaron a mi mamá, ella me compró un boleto de avión por teléfono y de alguna manera lograron llevarme al aeropuerto y de vuelta a la costa Este en avión. Cuando llegué al aeropuerto, mi mamá estaba allí para recogerme y llevarme de vuelta a su apartamento. Recuerdo que me dijo que en la mañana, me iba a llevar a ver a “un hombre que podía ayudarme”. No me gustó como sonaba eso y era obvio que le habían lavado el cerebro y la memoria para que ella no recordara el papel importante que iba a jugar en el gran plan. Se durmió más o menos cuando salió el sol y yo me escapé.
Luego de haber estado en el psiquiátrico durante un tiempo, me diagnosticaron con desorden bipolar (o Depresión Maniaca) y junto con una pila de otras píldoras que me metían por la garganta, me dieron un estabilizante del ánimo llamado Depacote. Le dijeron a mi mamá que se hiciera la idea de que su hijo tenía un desorden mental serio con el que estaría luchando el resto de su vida.
No me di cuenta en ese momento, pero yo, como millones de otros Americanos, pasaría años luchando con lo que implicaba ese diagnóstico. La Depresión Maniaca mata a miles de personas, en su mayoría jóvenes, todos los años. Estadísticamente, una de cada cinco personas diagnosticada con la enfermedad se termina matando. Pero yo no estaba convencido, por decir lo menos, que tomarme un manojo de pastillas todos los días me daría cordura. Honestamente, en esa época pensé que eran puras huevadas. La manera cómo me trataron en el psiquiátrico no me daba mucha fe en los médicos.
El psiquiátrico era como una especie de circo torcido en donde los psiquiatras nos visitaban todos los días y escribían nuestras recetas con lápices gigantes, de oro y plata, marca Cross, con el logo “Prozac” o “Xanax” grabado, mientras todos nos sentábamos allí, babeando y temblando, mirando algún punto del horizonte y caminando por los pasillos. Fue una pesadilla.
No estoy realmente seguro de por qué, pero el diagnóstico bipolar no duró mucho. Al salir de la casa de acogida en la que fui a parar cinco meses después, los doctores le echaban la culpa de todo el incidente a una mala interacción de las drogas: los altos niveles de Prednisona que me dieron en el hospital mezclado con todo el café que había estado bebiendo y todos los alucinógenos que me había metido al cuerpo. Había sido demasiado para mi sistema frágil. Me iba a tomar un tiempo recuperarme, pero iba a poder vivir una vida normal y saludable como el resto de la población. Esas sí que eran buenas noticias.
Después y durante años, todo ese periodo de tiempo fue algo que simplemente guardé en una esquina alejada de mi cerebro porque nunca supe bien qué pensar de todo eso. Simplemente no tenía sentido. Se convirtió en otra de mis historias locas que algunas veces compartía con amigos nuevos cuando me estaban conociendo. “Sí, ja ja, estoy un poco loco, de verdad, hermano: mira esto que me paso cuando era adolescente…” Pero en el fondo de mi mente, siempre había este miedo que de alguna manera me iban a volver a encerrar.
Para alguien que había sido diagnosticado con “un desorden mental grave”, los siguientes seis años de mi vida fueron realmente asombrosos. Viajé y trabajé y tuve grandes aventuras en todas partes con gente grandiosa. La gente con la que compartía no estigmatizaba a las personas que eran un poco excéntricas o raras, al contrario, nos encantaba, lo proclamábamos a los cuatro vientos. Parecía obvio que mi comportamiento loco de adolescente había sido una reacción perfectamente natural a ser criado en un ambiente desquiciado.
Tienen que entender esta parte de la historia, eso sí: me criaron padres con políticas izquierdistas súper radicales quienes me enseñaron a cuestionar todo y ser siempre escéptico de las grandes corporaciones y el capitalismo. También pase mis años de adolescente en la escena punk que realmente alababa la locura y la falta de respeto por la autoridad. Además, desde que era niño que todos me decían que era muy sensible al mundo que me rodeaba y al sufrimiento de otros, quizás demasiado sensible y yo lo achacaba a eso. Mi visión del mundo no daba lugar a la posibilidad de que mi inestabilidad y volatilidad quizás tuvieran algo que ver con la biología inherente. Así que seguí con mi vida.
II.
Mi mamá volvió a casa temprano, del trabajo, una tarde de primavera y me encontró acurrucado en el piso de la cocina, casi catatónico, diciéndole que realmente lo sentía pero que no aguantaba más y que me iba a matar. Tenía 24 años. Mis manos estaban llenas de cortaduras que había dejado que se me infectaran porque estaba demasiado preocupado para poner atención a lo que sucedía con mi cuerpo. Mis ropas estaban asquerosas y rotas. Andaba perdido en barrios que conocía como la palma de mi mano y no podía mirar a nadie a los ojos cuando hablaba con ellos.
Había una especie de cinta de casete en mi cabeza que se repetía constantemente diciéndome qué horrible persona era y que era un mentiroso y un hipócrita y un cobarde y que no merecía vivir. De hecho, estaba obsesionado con matarme. Era como un disco de vinilo que se queda pegado —tirarme en frente de un auto, saltar por una ventana, dispararme en la cabeza, monóxido de carbono en el garaje, tomarme un frasco de pastillas, etc. Era agotador y horrible y estaba convencido de que nunca iba a parar, estaba viviendo mi propio infierno.
Lo más extraño de todo era que hacía unos meses atrás había estado en la cima del mundo.
Estaba enfocado, tenía claridad y tenía ganas, me paraba frente a grandes grupos de personas y daba charlas acerca de cosas emocionantes y revolucionarias —organizando media docena de proyectos— era un activista modelo. Casi no tenía tiempo para dormir. Pero en algún punto en medio de todo, simplemente me fui al suelo. No podía levantarme de la cama. Toda la confianza que tenía desapareció de pronto. No podía concentrarme en nada y comencé a sentirme muy incómodo incluso delante de mis más antiguos amigos. Toda mi gente estaba realmente confundida acerca de qué hacer para ayudarme. Uno a uno todos mis proyectos se derrumbaron hasta que no eran más que una aureola de sueños rotos que daban vueltas sobre mi cabeza mientras caminaba por las calles de la cuidad, solo.
Nuevamente fui a parar al psiquiátrico y luego a la misma casa de acogida/programa de rehabilitación en los suburbios, la misma casa en la que mi mamá me había internado cuando era adolescente. Estaba triste y me sentía solo. Los doctores no estaban muy seguros de lo que tenía, así que me diagnosticaron con algo llamado desorden Esquizoafectivo. Me dieron un anti-depresivo llamado Celexa y un anti-psicótico atípico llamado Zyprexa. Estuve en terapia de grupo todos los días. Había una granja orgánica en la que podía trabajar cerca de la casa de acogida, calle abajo y luego de un par de semanas, me dejaron hacer trabajo voluntario allí un par de horas por día plantando semillas y poniendo plantas en el invernadero. Eventualmente los convencí de que me dejaran vivir allí y me mudé de la casa de acogida y sólo iba para allá para consultas de seguimiento un par de veces por semana.
Demoró un par de meses, pero por vez primera pude ver que era obvio que las drogas estaban realmente funcionando. Era más que circunstancia —realmente se sentía algo químico. Lentamente, todos los ruidos y pensamientos horribles se disiparon y me comencé a sentir bien nuevamente. Recuerdo estar viendo un atardecer de principios de verano por sobre los campos de la granja y dándome cuenta de que por primera vez, en meses y meses, era feliz. Una vez que me mudé a la granja tiempo completo, iba a la ciudad los fines de semana para trabajar en el mercado de los granjeros y pasar tiempo con mis amigos.
Aunque era obvio que me estaban ayudando, realmente veía a las drogas como una solución temporal. Me hicieron subir mucho de peso. Siempre me costaba despertarme en las mañanas. Mi boca estaba siempre seca. Eran básicamente drogas nuevas, ni siquiera los doctores sabían los efectos a largo plazo. Además, la idea completa me hacía sentir súper incómodo. ¿Cómo les hablaría a mis amigos de esto? ¿Qué pasaría si hubiera algún tipo de crisis económica global y en vez de estar corriendo con mis socios prendiéndole fuego a los bancos y rompiendo el pavimento, estaba con síntomas de abstinencia de alguna droga a la que ya no había acceso? No quería estar dependiendo de las drogas de “El Sistema”.
Pero no me preocupé demasiado con el largo plazo. Simplemente estaba feliz de haber recuperado mi vida. A medida que las hojas cambiaban de color, ya estaba planeando mi viaje de vuelta a la costa Oeste, a mi gente en California. Tenía un cuarto en una casa colectiva en North Oakland y un trabajo en Berkley con un montón de amigos esperándome. Comencé a pasar tiempo con una mujer activista con mucha onda, muy “cool” de nombre Sera e hicimos planes para viajar haciendo dedo por todo el país y así participar en las protestas grandes en Seattle en contra de la World Trade Organization. Luego de unos días después de las heladas, cerramos la granja y Sera y yo nos lanzamos al a carretera.
Y de vuelta, en medio de lo familiar, lentamente comencé a armar mi vida otra vez.
III.
La policía me detuvo cuando vagaba las calles de Los Ángeles el año nuevo del 2002. Había estado quebrando las ventanas de las Iglesias con mis puños y corría por el tráfico asustando a la gente, gritando las letras de canciones punk, convencido de que el mundo se había acabado y que yo era el centro del universo. Me encerraron en la unidad psiquiátrica de la cárcel del condado de Los Ángeles y allí pasé el siguiente mes, hablando con las luces fluorescentes que parpadeaban y esperando que mis amigos vinieran a sacarme.
Rápidamente me dieron el diagnóstico de desorden bipolar nuevamente y me llenaron de drogas. “Eso es tan reduccionista, tan típico de la ciencia Occidental, esto de aislar todo en relaciones bifurcadas tan simplistas.” –le decía al sobre-trabajado psiquiatra de delantal blanco quien me miraba sin expresión desde el otro lado de la pequeña celda, a medida que yo caminaba de un lado para otro y él escribía notas en un cuaderno que decía “Risperdal” en grandes letras. “Si me van a etiquetar de algo que sea multi-polar, poli-polar –yo voy a polos con los que tú ni siquiera podrías soñar en tu ciencia sin imaginación y todas esas drogas que me estás inyectando. Son todos un montón de idiotas!” Y así seguía, caminando de un lado a otro en mi celda.
Cada vez que te encierran, se te hace más difícil volver a juntar las piezas unas con otras. Fisiológicamente, el cerebro y el cuerpo demoran más en sanarse. Pasar por una crisis mental agota a la gente, le quita algo. Imaginen ser bipolar como un péndulo que pasa por estar deprimido hasta el suicidio por un lado y delirantemente psicótico por el otro y en el medio, en alguna parte, sano y estable.
Si te balanceas hacia un extremo, es obvio que te balancearás al otro. Luego de meses de manía en que no duermes, es inevitable que siga alguna depresión severa, todas tus reservas están agotadas.
Finalmente, luego de un mes en la cárcel, un par de semanas en el psiquiátrico Kaiser y cuatro meses en una casa de acogida para gente con incapacidades psiquiátricas severas, logré recuperarme lo suficiente para volver a mi casa colectiva en North Oakland. Estaba tomando una droga estabilizadora del ánimo llamada Litio y un anti-depresivo llamado Welbutrin.
El piso por el que caminaba aún estaba un poco tembloroso. Recién comenzaba a poder leer luego de no poder concentrarme durante meses y meses. Obtuve un trabajo a tiempo completo por primera vez en mi vida y comencé a ir a terapia y a cuidar bien de mi cuerpo. Logré pasar mi primer aniversario de haber sido encerrado y me sentía tan afortunado de haber llegado tan lejos.
IV.
Temprano una mañana de enero, recibí un llamado diciéndome que mi vieja compañera de viajes, Sera, había sido encontrada sin vida flotando en el río Susquehanna en Maryland. Había saltado de un puente, quitándose la vida. La noticia me desgarró, me dejó confundido y herido. Había sido una de las personas más brillantes que había conocido —con una mente afilada como cuchillo y un corazón lleno del espíritu de aventura y pasión por la vida. En nuestros viajes juntos, me había ayudado tanto con mi lucha para entender por qué mi propia vida era tan valiosa. Luego de que escuché la noticia, me senté en mi pieza por una semana y lloré y lloré.
Y allí fue que finalmente comencé con la investigación que había pospuesto por tanto tiempo. Luego de un año de no poder leer, comencé a leer libros. Y allí fue cuando realmente empezó el diálogo interno y externo acerca de mi condición y comencé a tratar de armar ese puzzle, de sacarle algún sentido para que no fuera un montón de piezas aisladas que no encajaban. Comencé a hablar con amigos abiertamente y usé la columna regular que tenía en una revista de punk rock como foro para hablar de la locura y la depresión maniaca.
Y allí fue cuando tuve que enfrentarme a la paradoja de que sin importar cuánto desdén sentía por la industria farmacéutica que lucraba con toda nuestra miseria, y sin importar cuánto aspiro a estar viviendo fuera del sistema, las drogas me ayudan a mantenerme vivo y al final estoy tan agradecido por ello.
De acuerdo a la edición del 19 de Agosto de la revista Time, 2.3 millones de Americanos han sido diagnosticados con desorden bipolar. Por supuesto, los desórdenes mentales son más confusos que otras enfermedades y más basados en normas culturales de lo que quisiéramos admitir. Los diagnósticos de por vida que le dan a las personas, están determinados por un conjunto de preguntas en un libro oficial en vez de algún tipo de prueba concreta de sangre u orina. Los diagnósticos se ponen y pasan de moda como los diseños de vestuario: antes solía estar “in” que los doctores diagnosticaran a los niños con Déficit Atencional, hoy en día, de repente es “desorden bipolar”. No era hace tanto tiempo que la “homosexualidad” era considerada un “desorden” lo que es suficiente para hacer que nunca quieras pisar la consulta de un psiquiatra. Incluso las enfermedades reales son tan fáciles de diagnosticar erróneamente. Alguien con desorden bipolar una semana, puede ser considerado esquizofrénico a la semana siguiente, luego “esquizoafectivo” la semana subsiguiente. Además, las drogas funcionan de forma tan distinta para distintas personas —por eso hay docenas de distintos anti-depresivos y los siguen sacando al mercado.
Aún nos falta por crear un idioma razonable para hablar de todo esto, ya que aquellos de nosotros que realmente hablamos de estas cosas terminamos con todas estas palabras estériles y clínicas en nuestra boca que se sienten incómodas y nunca llegan al corazón del asunto y muchas veces pasan apenas tocando estos temas. Lo que realmente sucede es que como cultura, no entendemos las enfermedades mentales así que en su mayoría no hablamos de ellas y dejamos que los doctores y las farmacéuticas formen las opiniones.
Al final, lo que yo pienso que sucede es que desesperadamente siento la necesidad de conectar con otras personas como yo para que puedan validar mis experiencias y no sentirme tan malditamente solo en el mundo, pasar las lecciones que he aprendido para ayudar a hacerlo más fácil para la otra gente que tiene esta lucha al igual que yo. Debido a mi naturaleza y a la manera en que fui cridado, no confío en la medicina convencional ni en la cultura corporativa, pero el hecho de que esté sentado aquí escribiendo este ensayo ahora mismo es prueba de que sus drogas me están ayudando. Y estoy buscando a otras personas con experiencias similares.
Pero a veces me siento tan al margen, incluso por el idioma que escucho salir de mi boca o que escribo en esta pantalla. Las palabras como “desorden”, “enfermedad” y “disfunción” parecen tan huecas y toscas. Siento que hablo un idioma clínico y extranjero que es útil para navegar a través del sistema actual, pero que no se traduce a mi propio vocabulario interno en donde las cosas son mucho más fluidas y complejas. Solo puedo esperar que en el futuro cercano hayamos creado un mejor lenguaje para hablar de todo esto.
Es tan difícil eso sí: como sociedad parecemos aún estar en las tempranas etapas del diálogo en donde estás ya sea “a favor” o “en contra” del sistema de salud mental. Es como si tienes la opción de tragarte los comerciales del anti-depresivo en la TV como si fueran un evangelio moderno y darle Prozac hasta a tu perro o estás convencido de que vivimos en un ‘Un Mundo Feliz’ y todas las drogas psiquiátricas son parte de una gran conspiración para que todos nos mantengamos dependientes y no realicemos nuestro verdadero potencial. Creo que es tiempo de que comencemos a crear un término medio con las historias que vienen desde fuera de lo convencional y que creemos un nuevo idioma para nosotros que refleje toda la complejidad y genialidad que llevamos dentro.
“Caminando al Borde de la Locura” fue escrito originalmente como “Walking the Edge of Insanity” y publicado en el San Francisco Bay Guardian en 2002. Obtuve tantos correos electrónicos de otras personas quienes se identificaban con el artículo que comenzamos un sitio web llamado “The Icarus Project” (El Proyecto Ícaro). Fue nuestro intento por crear un espacio alternativo en donde las personas que batallaban con enfermedades mentales serias podían hablar de sus luchas y organizar comunidades locales. Tiene sus raíces en las redes anarquistas de América del Norte y aunque se ha expandido a lo largo y a lo ancho, el proyecto ha mantenido su análisis radical y aún está enfocado hacia aquellos de nosotros quienes luchamos por la justicia social. Hoy, Ícaro es manejado por un grupo administrativo y tiene muchos miles de miembros en todo el mundo. ¡Qué no te dé temor hacer grandes preguntas y soñar grandes sueños! Con loco amor, Sascha Altman Du Brul.
Traducido por Happy Lee Del Canto Sabag